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Quitaron entonces la ropa al joven héroe para ver dónde había clavado la muerte sus aceradas garras y en, su pecho aparecieron las heridas, como labios que hablaban en la serenidad de la noche proclamando la valentía de los hombres.

 

El jefe se acercó al cuerpo y cayó de rodillas. Mirando mejor al guerrero muerto encontró un pañuelo bordado cofa hilos de oro atado en torno a su brazo y reconoció la mano que había hilado la seda, y los dedos que habían tejido su hebra. Lo guardó debajo de sus ropas y se apartó lentamente, ocultando con mano temblorosa su rostro agobiado. Hasta entonces esa mano había arrancado, con su fuerza, las cabezas del enemigo. Pero en ese momento temblaba porque había tocado el borde de un pañuelo atado por dedos amantes en torno del brazo de un héroe ya muerto, un héroe que volvería a ella sin vida, sobre las espaldas de sus camaradas.

 

Mientras el espíritu del jefe fluctuaba analizando tanto la tiranía de la muerte cuanto los secretos del amor, uno de los hombres propuso:

 

-Cavemos una tumba debajo de aquel roble, para que las raíces puedan beber su sangre y las ramas reciban alimento de- sus despojos. Ganará en fuerza y se volverá inmortal; quedará como símbolo que proclame a montes y valles su valentía y su fuerza.

-Llevémoslo al bosque de cedros y sepultémoslo al lado de la iglesia -agregó otro-: allí sus huesos estarán eternamente custodiados por la sombra de la cruz.

 

-Enterrémoslo aquí -dijo otro-, donde su sangre ya se ha mezclado con la tierra. Y dejemos que la espada permanezca en su diestra. Coloquemos su lanza a su lado y sacrifiquemos su caballo sobre la tumba. Y que sus armas sean su alegría en la soledad.

 

Pero uno objetó:

 

-No enterremos una espada manchada con la sangre del enemigo ni sacrifiquemos un corcel que resistió a la muerte en el campo de batalla. No abandonemos en la soledad armas habituadas a la acción y a la fuerza: llevémosles a sus parientes como buena y grande herencia.

 

-Arrodillémonos a su lado y recemos las plegarias del Nazareno para que Dios quiera perdonarlo y bendecir nuestra victoria -dijo otro.

 

-Levantémoslo sobre nuestras espaldas en un féretro Formado por nuestros escudos y lanzas y recorramos otra vez este valle de nuestra victoria con él en andas para que los labios de sus heridas sonrían antes de verse envueltos por la tierra de la tumba -propuso un camarada.

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