Y otro:
-Montéenoslo en su corcel y, sosteniéndolo con las calaveras de los enemigos
muertos y ciñéndoles su lanza, conduzcámoslo a la aldea como vencedor. No
cedió a la muerte hasta después de cargarla con el peso de las almas de los
enemigos.
-Vamos -dijo uno-, enterrémoslo al pie de esta montaña. El eco de las grutas
será su acompañante y el murmullo del arroyo su trovador. Sus huesos deben
reposar en el desierto, donde los pasos de la noche silenciosa son leves y
suaves.
Otro objetó:
-No. No lo dejemos aquí, porque aquí habitan el tedio y la soledad.
Llevémoslo al camposanto de la aldea. Los espíritus de nuestros antepasados
lo acompañarán y hablarán con él en el silencio de la noche, y le narrarán
las historias de sus guerras y las sagas de sus glorias.
El jefe caminó entonces hacia el centro y pidió silencio. Suspiró y dijo:
-No lo fastidiemos con historias de guerra ni repitamos a los oídos de su
alma, que ronda por encima de nosotros, las narraciones de espadas y lanzas.
Mejor llevémoslo tranquila y silenciosamente a su lugar de nacimiento, donde
un alma amorosa espera su regreso al hogar... el alma de una doncella |
que espera su retorno del campo de batalla. Devolvámoslo para que no pierda
la última mirada a su rostro y el último beso a su frente.
Así, lo cargaron sobre sus espaldas y marcharon en silencio, gachas las
cabezas y caídos los ojos. Su caballo, apenado, se afanaba detrás de ellos
arrastrando las riendas por el suelo y profiriendo, de tanto en tanto, un
relincho desolado que retumbaba en las cavernas como si ellas tuviesen
corazón y compartieran su tristeza.
El cortejo triunfal marchó tras la cabalgata de la muerte por el espinoso
sendero del valle, iluminado por la luna, y el espíritu del Amor señaló el
camino arrastrando sus alas rotas.
UNIÓN
Cuando la noche embelleció el ropaje del cielo con las joyas de las
estrellas, una hurí se remontó desde el valle del Nilo y revoloteó en el
cielo con alas invisibles. Se sentó en un trono de niebla que colgaba entre
el cielo y el mar, mientras delante de ella pasaba una multitud de ángeles
que cantaban al unísono: “Gloria, gloria, gloria a la hija del Egipto, cuya
grandeza llena el orbe.”
Entonces, en la cima de Fam El Mizab, circundada por el bosque de cedros,
las manos de los serafines alzaron a una joven sombra, que se sentó
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